jueves, 26 de abril de 2018

PRIMER PREMIO III JUSTAS LITERARIAS 2018


Aqui teneis el primer premio del concurso literario "III Justas literarias de San Gines de La Jara" (Cartagena) de Francisco Javier Miras Garcia


 EL MILAGRO


            Los hechos no son como los tergiversan el tiempo y la historia, en realidad, son como los recordamos en el fondo de nuestro corazón. Y yo aun recuerdo a pesar del tiempo transcurrido, los gritos lastimeros con que acudió a este lugar milagroso aquel musulmán de Almería solicitando ayuda para curar su ceguera.

            Eran otros tiempos, tiempos de convivencia de razas y religiones, y este hombre, a pesar de sus numerosas riquezas, a pesar de su elevada posición social en su Almería natal y a pesar de haber visitado a los mejores físicos de todo Al-Andalus, ninguno consiguió devolver la luz a sus ojos.

              Acompañado de su hijo, que le hacia de lazarillo, había viajado hasta la Córdoba califal, donde el más reconocido médico había examinado con minuciosidad sus ojos y le arrebató toda esperanza de volver a ver la luz del sol. Con el corazón encogido por la pena y la mirada vacía de luz pero llena de llanto emprendió el regreso hacia su ciudad natal, resignado a continuar viviendo así.

            En el camino de vuelta, al pasar por la ciudad de Elvira,  a la que hoy llamamos Granada, las palabras de un viejo mozárabe, un cristiano que aun practicaba el rito visigodo, fueron unas gotas de esperanza que cayeron en la vacía vasija que era su corazón en ese momento. Le dijo “hay un lugar santo cercano a la costa de levante del reino de Tudmir, un lugar en el que se venera a un santo muy milagroso, venerado por todos, cristianos y musulmanes, que dicen que puede curar cualquier mal en las personas que acudan con fe a visitarlo”.

Esperanzado, hacia el reino de Tudmir encaminó los pasos de su caballo, un largo camino no exento de riesgos que tardarían varias jornadas en recorrer. La comitiva estaba integrada por su hijo y dos hombres de armas y le seguían dos fieros mastines con collares erizados de púas de acero para defenderse de los peligros y alimañas que pudieran surgir por el camino. También llevaba provisiones, una gran bolsa de monedas y objetos de valor para afrontar las vicisitudes del camino, pero la joya que más valoraba era su caballo, un caballo alazán de pura raza árabe, con aparejos de fino cuero cordobés y enjaezado con adornos de plata y cintas de colores trenzadas en las crines, que era la envidia de todo el que lo veía. Le había puesto de nombre Al Borak, como se llamó la yegua fabulosa del profeta, la que le trasladó en una sola noche desde La Meca hasta Jerusalén a través de los cielos. Era, como he dicho la joya preferida de su fortuna material, dejando a un lado el tesoro invisible e inmaterial de su fe, que sin apenas sentirlo, iba creciendo a  medida que se acercaba a su destino.


  Y tras varias jornadas de camino, una tarde llegaron a un caserío ya cercano al eremitorio, al que las gentes llamaban Al Gar que en su lengua significa el cauce o la cueva, donde decidieron hacer noche para continuar a la mañana siguiente. Nada más amanecer, prosiguieron su  camino, y mientras se iban acercando, su mente cavilaba de que manera podría agradecer al santo si acaso se producía el milagro. Y como la esperanza es amiga de la fe y juntas hacen más grande el corazón, pensó y decidió que si sanaba de su dolencia, entregaría a los monjes su hermoso caballo para que les sirviese de ayuda en las labores del huer
Nada más realizar esa promesa y al remontar una pequeña colina, la claridad comenzó a inundar sus ojos, y poco a poco fue aclarándose su visión y pudo ver a lo lejos la silueta de un monte que en el contraluz del amanecer se apreciaba en su perfil el recorte de varias pequeñas edificaciones de piedra y a los pies de esa colina, más cerca del mar, un edificio algo mas grande que debía de ser la ermita que utilizaban los eremitas que allí moraban.
Al llegar junto a la ermita, frente a la puerta, su visión se había aclarado del todo y los gritos que yo escuché en ese momento eran de alegría y estupefacción, no se creía lo que estaba pasando pero era cierto que veía,
Cruzó el umbral de la puerta de la ermita y admirado del milagro que se había producido, cayó de rodillas mientras sus ojos de llenaban de lagrimas…….   agradeciendo al Santo lo que había hecho mientras admiraba el interior de la humilde capilla, en la que los cristianos  daban culto a San Ginés.
Pero... -¡Ay!, que mezquina es la condición humana – contemplando la humildad y pobreza con que vivían los monjes, pensó que quizá el caballo era demasiado valioso para ellos, que tal vez les vendría bien otro tipo de ayuda, al fin y al cabo, los monjes habían hecho voto de pobreza…. ¿Para que necesitaban ellos un caballo? ¿Y más tan bello como ese suyo?
Así que, ordenó a su hijo que entregase a los monjes unos sacos de grano y algunas monedas que les ayudasen a subsistir un tiempo; así lo hizo el muchacho y  al poco se dispusieron a tomar el camino de regreso.
Los monjes, prudentes y discretos, aceptaron el donativo en silencio, y con humildad se despidieron de ellos agradeciéndoles la limosna.

No se había alejado la comitiva mucho del cenobio, apenas cien pasos, cuando la oscuridad cayó de nuevo sobre los ojos del musulmán, una oscuridad si cabe, aun más negra que la que los cubría anteriormente. Nuevos gritos y lamentos, esta vez de angustia y desconsuelo, nueva vuelta sobre sus pasos y nuevas intenciones de cumplir la promesa quebrantada. Al primer monje que acudió, extrañado del tornaviaje y de los sollozos que escuchaba, le hicieron entrega del caballo, con todos los aparejos y jaeces que le adornaban y decidieron quedarse una noche más por ver si se repetía el milagro.

Continuaron los llantos y lamentaciones durante toda la noche y de nuevo, al clarear el día, cuando el sol comenzaba a asomar por el horizonte de las aguas del Mar Menor, ya no le quedaban lagrimas que derramar, pero poco a poco volvió a sentir una humedad distinta en sus cuencas secas, lo mismo que  si un manantial cristalino las regara como una bendición divina.
-¡Veo! Veo! Bendito sea Dios, bendito el profeta, bendito este Santo Ginés!

Después de visitar de nuevo la ermita para agradecer a San Ginés el milagro que había realizado, abandonaron la zona con destino a su Almería natal, contando a todos los que se cruzaban en su camino maravilla que había sucedido en sus ojos y alabando al Santo que había realizado el prodigio.

A partir de ese día, el caballo, cada mañana, ya fuese en el frío invierno o en el bochornoso estío, nada más acabar los monjes la oración de laúdes, el animal, abandonaba el cobertizo que le habían construido a la espalda de la ermita y se acercaba a la puerta de esta. Allí uno de los hermanos colocaba sobre su lomo la albarda, sobre esta unas alforjas de esparto y el caballo se alejaba de la ermita, escogiendo el camino a su libre albedrío para recorrer las villas y caseríos de los alrededores, regresando cada tarde con las alforjas llenas. Unas veces rebosaban de grano, cebada, trigo, otras veces volvían llenas de frutas y hortalizas del campo y alguna vez regresó con unos panes recién hechos, aun calientes a pesar del la distancia recorrida.

Algo milagroso debía de pasar con aquel caballo, pues siempre, a pesar de haber pasado todo el día fuera, limosneando por villas y alquerías, regresaba limpio, alimentado y almohazado como si acabasen de prepararlo para una exhibición ecuestre, seguramente para evitar trabajo a los monjes.

Y es mas, alguna vez oí decir a alguien que pasaba por mi lado, que un mismo día y casi a la misma hora, lo habían visto en dos lugares diferentes, tan lejanos uno del otro que era imposible recorrer esa distancia en varias horas, algo milagroso debía ocurrir con ese caballo.

Muchos años vivió el caballo ayudando a los monjes y eremitas de este lugar, muchos años que fue el apoyo para la manutención del convento, muchos años que cada tarde regresaba cargado sin muestra alguna de fatiga, sin haber mostrado nunca herida alguna ni rastros de enfermedad.

Entre recuerdos y nostalgias, se me ha ido el santo al Cielo…. les estoy contando esta historia y no me he presentado, soy el olivo centenario que plantó a la puerta de este convento de San Gines un peregrino francés que vivió aquí hace muchos, muchos años, que por cierto, era de estirpe real…. pero eso, eso ya es otra historia.


sábado, 14 de abril de 2018

LA VISITA



Con tan solo nueve años no podía saber el significado de muchas de las cosas que oiría y vería en aquel lugar. Pero la imaginación de su mente infantil la mantenía expectante, como si pudiera adivinar parte de aquel enigma. El viaje en el pequeño seiscientos no fue largo, pero nunca terminaba.

-¿Papá que vamos a ver? ¿Es cierto que puede haber fantasmas?

  La impaciencia por llegar hasta el que fue antiguo monasterio, se adivinaba en su cara y en sus movimientos nerviosos y continuados, no debidos precisamente a los baches de la vieja carretera. Poco a poco, mirando por la ventanilla, de repente pudo adivinar que quedaba poco trecho -¡Ya la veo! ¡Mira la torre, y tiene un cactus arriba!

Aquel hombre, el guarda de la finca, los recibió encantado de poder contar cuanto sabía de ese lugar y por su boca comenzaron a salir palabras y palabras sin ser consciente de que aquella niña recibía toda la información como una esponja absorbe el agua.

En aquellos años aún se podía ver la imagen de San Ginés en su hornacina del altar mayor. Todo el retablo que era de decoración floral, estaba pintado sobre el mismo enlucido de la pared y por su aspecto y la palidez de sus colores, era tan solo el recuerdo de un pasado espléndido.

-Miren ustedes…, primero les voy a enseñar esta capilla, aquí a la izquierda, llamada de San Antonio, es de las más importantes de la iglesia, y este Cristo que aquí ven, dice la leyenda que antiguamente, en tiempos de la Inquisición,  ponían a los reos delante, para que en apariencia, Dios mismo los juzgara .Si el Cristo movía un brazo, el acusado sería culpable y por lo tanto condenado.

-Y… ¿Cómo movía el brazo?... – preguntó con la ingenuidad propia de una niña. El  guarda de la finca que estaba entusiasmado dando todo tipo de detalles, la miró de reojo. Él, se lo estaba explicando a los mayores y aquella mocosa no paraba de  preguntar. Entonces, la chiquilla se quedo pensando, y manteniéndole la mirada volvió a  decir -pero si se morían… ¿habrá fantasmas?- Más que una pregunta era casi una afirmación.
-Pues fantasmas no se, pero huesos… huesos por todas partes. Todos salieron a la luz cuando el señor Burguete remodeló este antiguo convento, pero de eso hace ya bastantes años. Luego se convirtió en lo que es hoy, una explotación agrícola, ya venida a menos.

Continuaron viendo aquella capilla, en cuyo suelo se encontraba la lápida intacta del panteón de los Starico, la primera familia que adquirió el monasterio después de la desamortización. A la izquierda del altar una pequeña puerta daba acceso a los nichos de los monjes, ya vacíos de cualquier resto humano.

De vuelta al pasillo central de la iglesia, llamó su atención la escalera del púlpito en el lado de la epístola. Esta, tenía una preciosa barandilla de hierro forjado. Allí, imaginó a uno de los frailes dando su Homilía, en cualquiera de las innumerables misas que durante años anteriores se celebraron. En la pared, más y más pinturas recordaban a santos y otras escenas religiosas. De repente... de un salto, subió por los escalones, pero rápidamente su madre la llamó al orden y tal como subió, en un abrir y cerrar de ojos estaba otra vez abajo, pero no sin antes echar una mirada hacia la parte superior, donde se ubicaba el coro, que desde allí se veía perfectamente. Aquellos grandes sillones, ya envejecidos por el tiempo, aún podían dibujar una escena de canto gregoriano.

Una vez vista la iglesia con todas sus capillas y detalles, pasamos a ver la parte del edificio que cotidianamente era de uso exclusivo de los frailes, cuando este era monasterio.

Una gran sala, con una chimenea y decorada con preciosos azulejos pintados a mano, con escenas del Quijote, pudo haber sido el refectorio de la comunidad. Paco, nuestro “Improvisado” guía, y guarda del lugar, rascándose un poco la barba, así nos lo dijo. -Aquí creo que era donde comían los frailes.

Un patio a modo de claustro, pero ya con decoración árabe, muy de moda en los años de la reforma del monasterio y con un pozo en el centro, despertó su curiosidad, pues de él nacían  pequeñas acequias radiales que regaban todas las plantas del claustro, un gran naranjo, rosales, y algunos otros arbustos que ascendían por las columnas que sustentaban los arcos del patio. El olor a azahar, impregnó su olfato, buscando con su naricita de donde venia el olor- ¿son naranjos? –Si, aquí abundaban por toda la huerta del convento. Eran famosas “las naranjicas de San Gines”, y en los mercados cercanos eran muy demandadas por su dulzor y frescor.

Todo el edificio había sido modificado, y lo que antes habían sido las celdas de los monjes o frailes, eran ahora dormitorios o salas para el solaz de sus dueños durante  esos años.

Fuera de este edificio, se habían construido además de viviendas para los guardas, un lagar para la prensa y extracción del mosto de las estupendas uvas que se recogían de los parrales que abundaban en el huerto, y que luego se convertiría en el apreciado vino de color dorado que se comercializaba en toda la zona. Otra vez el olor… esta vez a mosto dulce. El apetito se desató por obra y gracia de todos los aromas que de ese lugar y de su huerta se desprendían, como alimento no solo del cuerpo sino del alma. Si, ese lugar completo, dentro, fuera, arriba, abajo, era un lugar auténticamente sagrado en toda su extensión. No tenía nada de extraño que muchos eremitas, monjes, frailes, santos, como queramos llamarles, se hubieran ubicado en esa zona del campo de Cartagena.

Aquella niña, todavía no sabía que en la antigüedad, familias romanas habían edificado allí sus “Domus”. Todavía no sabía que unos ermitaños se ubicaron  en su monte Miral; que alguien, llamado Ginés de Arlés, cuya cabeza según la leyenda llego a ese lugar, pudo ser el santo venerado. Que asimismo, un Ginés, franco de estirpe real, sorprendido por una tempestad frente a Cabo de Palos, y naufragando en esta aguas, pudo ser también el santo eremita. También desconocía que hasta los musulmanes, acudían a pedir favores al santo famoso por sus milagros. Que un día, un rey sabio volvería a refundar el monasterio con monjes  foráneos, que mas tarde otros frailes también lo habitarían y harían de él un lugar rico en cultura, en verdor, en oraciones y milagros. Que el paso de los siglos nunca podría quitar la importancia a ese lugar tan maravilloso, fueran como fueran sus paredes, tejados y torre. Ella aún no lo sabía…,

El tiempo ha pasado, pero mi percepción de aquella visita en mis años de infancia, aún permanece en mi mente, tal cual la expreso, aunque no  con toda la nitidez que me gustaría, si con toda la capacidad de asombro de que dispongo, porque no es para menos dado su historia, su realidad y su leyenda.