Aqui teneis el primer premio del concurso literario "III Justas literarias de San Gines de La Jara" (Cartagena) de Francisco Javier Miras Garcia
EL MILAGRO
Los hechos no son como los tergiversan el tiempo y la
historia, en realidad, son como los recordamos en el fondo de nuestro corazón.
Y yo aun recuerdo a pesar del tiempo transcurrido, los gritos lastimeros con
que acudió a este lugar milagroso aquel musulmán de Almería solicitando ayuda
para curar su ceguera.
Eran otros tiempos, tiempos de
convivencia de razas y religiones, y este hombre, a pesar de sus numerosas
riquezas, a pesar de su elevada posición social en su Almería natal y a pesar de
haber visitado a los mejores físicos de todo Al-Andalus, ninguno consiguió
devolver la luz a sus ojos.
Acompañado de su hijo, que le hacia de lazarillo, había viajado hasta la
Córdoba califal, donde el más reconocido médico había examinado con minuciosidad
sus ojos y le arrebató toda esperanza de volver a ver la luz del sol. Con el
corazón encogido por la pena y la mirada vacía de luz pero llena de llanto
emprendió el regreso hacia su ciudad natal, resignado a continuar viviendo así.
En el camino de vuelta, al pasar por
la ciudad de Elvira, a la que hoy
llamamos Granada, las palabras de un viejo mozárabe, un cristiano que aun
practicaba el rito visigodo, fueron unas gotas de esperanza que cayeron en la
vacía vasija que era su corazón en ese momento. Le dijo “hay un lugar santo
cercano a la costa de levante del reino de Tudmir, un lugar en el que se venera
a un santo muy milagroso, venerado por todos, cristianos y musulmanes, que
dicen que puede curar cualquier mal en las personas que acudan con fe a visitarlo”.
Esperanzado, hacia el reino de Tudmir encaminó los pasos
de su caballo, un largo camino no exento de riesgos que tardarían varias
jornadas en recorrer. La comitiva estaba integrada por su hijo y dos hombres de
armas y le seguían dos fieros mastines con collares erizados de púas de acero
para defenderse de los peligros y alimañas que pudieran surgir por el camino.
También llevaba provisiones, una gran bolsa de monedas y objetos de valor para
afrontar las vicisitudes del camino, pero la joya que más valoraba era su
caballo, un caballo alazán de pura raza árabe, con aparejos de fino cuero
cordobés y enjaezado con adornos de plata y cintas de colores trenzadas en las
crines, que era la envidia de todo el que lo veía. Le había puesto de nombre Al
Borak, como se llamó la yegua fabulosa del profeta, la que le trasladó en una
sola noche desde La Meca hasta Jerusalén a través de los cielos. Era, como he
dicho la joya preferida de su fortuna material, dejando a un lado el tesoro
invisible e inmaterial de su fe, que sin apenas sentirlo, iba creciendo a medida que se acercaba a su destino.
Y tras varias jornadas de camino, una tarde llegaron
a un caserío ya cercano al eremitorio, al que las gentes llamaban Al Gar que en
su lengua significa el cauce o la cueva, donde decidieron hacer noche para
continuar a la mañana siguiente. Nada más amanecer, prosiguieron su camino, y mientras se iban acercando, su mente
cavilaba de que manera podría agradecer al santo si acaso se producía el
milagro. Y como la esperanza es amiga de la fe y juntas hacen más grande el
corazón, pensó y decidió que si sanaba de su dolencia, entregaría a los monjes
su hermoso caballo para que les sirviese de ayuda en las labores del huer
Nada más realizar esa promesa y al remontar una pequeña
colina, la claridad comenzó a inundar sus ojos, y poco a poco fue aclarándose
su visión y pudo ver a lo lejos la silueta de un monte que en el contraluz del
amanecer se apreciaba en su perfil el recorte de varias pequeñas edificaciones
de piedra y a los pies de esa colina, más cerca del mar, un edificio algo mas
grande que debía de ser la ermita que utilizaban los eremitas que allí moraban.
Al llegar junto a la ermita, frente a la puerta, su visión
se había aclarado del todo y los gritos que yo escuché en ese momento eran de alegría
y estupefacción, no se creía lo que estaba pasando pero era cierto que veía,
Cruzó el umbral de la puerta de la ermita y admirado
del milagro que se había producido, cayó de rodillas mientras sus ojos de
llenaban de lagrimas……. agradeciendo al
Santo lo que había hecho mientras admiraba el interior de la humilde capilla,
en la que los cristianos daban culto a
San Ginés.
Pero... -¡Ay!, que mezquina es la condición humana –
contemplando la humildad y pobreza con que vivían los monjes, pensó que quizá
el caballo era demasiado valioso para ellos, que tal vez les vendría bien otro
tipo de ayuda, al fin y al cabo, los monjes habían hecho voto de pobreza….
¿Para que necesitaban ellos un caballo? ¿Y más tan bello como ese suyo?
Así que, ordenó a su hijo que entregase a los monjes
unos sacos de grano y algunas monedas que les ayudasen a subsistir un tiempo;
así lo hizo el muchacho y al poco se
dispusieron a tomar el camino de regreso.
Los monjes, prudentes y discretos, aceptaron el
donativo en silencio, y con humildad se despidieron de ellos agradeciéndoles la
limosna.
No se había alejado la comitiva mucho del cenobio, apenas
cien pasos, cuando la oscuridad cayó de nuevo sobre los ojos del musulmán, una
oscuridad si cabe, aun más negra que la que los cubría anteriormente. Nuevos
gritos y lamentos, esta vez de angustia y desconsuelo, nueva vuelta sobre sus
pasos y nuevas intenciones de cumplir la promesa quebrantada. Al primer monje
que acudió, extrañado del tornaviaje y de los sollozos que escuchaba, le
hicieron entrega del caballo, con todos los aparejos y jaeces que le adornaban
y decidieron quedarse una noche más por ver si se repetía el milagro.
Continuaron los llantos y lamentaciones durante toda
la noche y de nuevo, al clarear el día, cuando el sol comenzaba a asomar por el
horizonte de las aguas del Mar Menor, ya no le quedaban lagrimas que derramar,
pero poco a poco volvió a sentir una humedad distinta en sus cuencas secas, lo
mismo que si un manantial cristalino las
regara como una bendición divina.
-¡Veo! Veo! Bendito sea Dios, bendito el profeta, bendito
este Santo Ginés!
Después
de visitar de nuevo la ermita para agradecer a San Ginés el milagro que había
realizado, abandonaron la zona con destino a su Almería natal, contando a todos
los que se cruzaban en su camino maravilla que había sucedido en sus ojos y
alabando al Santo que había realizado el prodigio.
A
partir de ese día, el caballo, cada mañana, ya fuese en el frío invierno o en el
bochornoso estío, nada más acabar los monjes la oración de laúdes, el animal,
abandonaba el cobertizo que le habían construido a la espalda de la ermita y se
acercaba a la puerta de esta. Allí uno de los hermanos colocaba sobre su lomo
la albarda, sobre esta unas alforjas de esparto y el caballo se alejaba de la
ermita, escogiendo el camino a su libre albedrío para recorrer las villas y
caseríos de los alrededores, regresando cada tarde con las alforjas llenas.
Unas veces rebosaban de grano, cebada, trigo, otras veces volvían llenas de
frutas y hortalizas del campo y alguna vez regresó con unos panes recién
hechos, aun calientes a pesar del la distancia recorrida.
Algo milagroso debía de pasar con aquel caballo, pues
siempre, a pesar de haber pasado todo el día fuera, limosneando por villas y alquerías,
regresaba limpio, alimentado y almohazado como si acabasen de prepararlo para
una exhibición ecuestre, seguramente para evitar trabajo a los monjes.
Y es mas, alguna vez oí decir a alguien que pasaba
por mi lado, que un mismo día y casi a la misma hora, lo habían visto en dos
lugares diferentes, tan lejanos uno del otro que era imposible recorrer esa
distancia en varias horas, algo milagroso debía ocurrir con ese caballo.
Muchos años vivió el caballo ayudando a los monjes y
eremitas de este lugar, muchos años que fue el apoyo para la manutención del
convento, muchos años que cada tarde regresaba cargado sin muestra alguna de
fatiga, sin haber mostrado nunca herida alguna ni rastros de enfermedad.
Entre recuerdos y nostalgias, se me ha ido el santo
al Cielo…. les estoy contando esta historia y no me he presentado, soy el olivo
centenario que plantó a la puerta de este convento de San Gines un peregrino
francés que vivió aquí hace muchos, muchos años, que por cierto, era de estirpe
real…. pero eso, eso ya es otra historia.
Merecido premio,pues el relato te hace entrar en la historia de nuestro querido monasterio de San Ginés
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