Las brumas de la noche, ascendían lentamente hacia el castillo más alto de toda la ciudad. Sobre las oscuras aguas del puerto, se deslizaba esa espesa nube, trepando por la colina y ocultando a la vista, las altas torres. Cada vez, la neblina surgía más espesa, y poco a poco cubrió completamente la cima del monte de la Concepción, donde se encontraba la fortaleza y las construcciones aledañas del servicio del propio castillo. Cualquiera que observara esta visión, podría decir que aquello, era una señal fantasmagórica. Quizás, algún espíritu atormentado de entre esos muros, estuviera propiciando esa inexplicable y densa niebla. Eso pensarían los habitantes de las pequeñas casuchas, que en la falda de la colina, poblaban la reducida urbe.
Entre esos míseros pobladores de la ladera norte del cerro, existía la creencia ancestral de que las noches en que se producía ese fenómeno de la espesa niebla, boria…, lo llamaban ellos, ocurrían cosas muy raras en el interior del castillo. Hablaban de sonidos extraños, ruidos que venían de las mazmorras de la fortaleza. Teniendo en cuenta que aquel castillo había sido antes alcazaba de los moros, las gentes del pueblo, podían imaginar cualquier cosa sobrenatural. Esas noches de niebla, se habían escuchado gritos terroríficos, al menos eso contaban ellos, en alguna de las torres del castillo y que se podían escuchar en toda la villa.
Ese desagradable sonido, hacía presagiar algo nefasto. Siempre que esto ocurría, al día siguiente se daban cuenta de que había desaparecido algún joven de la villa.
Otras veces, aparecían los campos destrozados, o desaparecida parte de las provisiones de las reservas de la población. Esa noche no se había escuchado, pese a la densa niebla que ascendía por la ladera sur desde el mar, ningún grito, ni golpes entrecruzados de metales, así que los pobladores de ese barrio, respiraban con cierta tranquilidad.
Manuel, no obstante, se había preparado para cualquier percance que pudiera ocurrir, y tenía a mano una vieja espada que había heredado de su padre. Dormía con un ojo abierto, pues era el único varón que vivía en esa casucha que se apoyaba sobre la muralla de la fortaleza, donde además residían su madre y su hermana. Su madre, había enviudado demasiado joven, recién nacida su hermana Lucinda, cuando él tenía 8 años. Ella se había encargado de mantenerlos y criarlos a los dos hasta que aquel niño, se hizo mayor y pudo comenzar a llevar alguna moneda a casa, merced a hacer pequeños trabajos a los vecinos, recados, ayudarles en cualquier trabajo manual y más por pena que por otra cosa, le daban una moneda de poco valor o un trozo de pan, que el chico devoraba con avidez pues en su hogar lo que más había era escasez, necesidad y penuria.
En ese duermevela en el que se encontraba, entre el temor a lo inesperado y la confianza en que no sucediera nada, su pensamiento retrocedió a cuando vivía su padre, cuando cada día, la olla se llenaba con algunas legumbres u hortalizas y de vez en cuando un trozo de tocino e incluso alguna vez, de Pascuas a Ramos, un trozo de cordero, cuando llegaban los ganados de la Mesta (1) y los ganaderos mataban algún cordero en la zona comunal, de la que su padre era el representante del concejo, pero esos tiempos habían pasado y desde que murió su padre se había acrecentado el temor a estos fenómenos tan extraños.
El rey Alfonso, por esos días, había decidido pasar un tiempo en la ciudad y se alojaba en el mismo castillo reconstruido por él a partir de la base de la antigua alcazaba mora. Sus aposentos eran austeros, pero se sentía a gusto entre esos muros del último reducto conquistado a los musulmanes para Castilla por las tierras de levante y su mayor interés, era vigilar de cerca la construcción del nuevo Monasterio-Catedral de Santa María, y restituir su antiguo obispado. Poner en marcha la “Orden de La Estrella” para “Fechos allende mar”, era otro gran reto para el monarca. No podía evitar sentir una atracción especial por la urbe que en otros siglos había sido una de las más importantes en Hispania, para el Imperio Romano. Admiraba a esa ciudad que fue, y que ahora, reducido su tamaño, más bien se le podía llamar villa, aunque siempre sería “la ciudad”.
Cargada de tanta historia, consideraba que era la inspiración perfecta para sus futuras intenciones políticas, y es que, el mismo Alfonso, al ser hijo de Beatriz de Suabia, (2) aspiraba con gran ilusión, a ser el emperador del Sacro Imperio Romano- Germánico, heredero de aquel otro gran Imperio Romano.
Aquellos
proyectos del monarca, fueron una bendición para Manuel, que faltando manos en los
trabajos de cantería en la villa, le habían llamado para trabajar en la
construcción de la catedral y también, podría hacer algunos trabajos que
restaban por terminar en el castillo, sobre todo en la reforma de las torres cristianas,
más altas que las de la antigua alcazaba. Esto, supondría un gran alivio para las necesidades más perentorias de
su casa y su familia.
Pero aquellas nieblas inesperadas, que vez en cuando invadían toda la población, aún le preocupaban, sobre todo desde la inexplicable desaparición de su mejor amigo, Ginés.
Continuara…
(1) La Mesta. El Concejo de la Mesta, fue creado por Alfonso X el Sabio para los pastores y ganaderos, otorgándoles privilegios y derechos de paso. Fue uno de los gremios más importantes de Europa en la Edad Media.
(2) Beatriz de Suabia, casada con Fernando III el Santo, rey de Castilla y de León, madre de Alfonso X el Sabio, hermana de la emperatriz del Sacro Imperio Romano-Germánico y nieta de un emperador Bizantino del siglo XIII.