El camino que nos llevaba hacia la villa de la familia Numisius, cada vez se iba cerrando más y más. La espesura y frondosidad de aquel bosque, una vez caída la noche, producía verdadera angustia y espanto. Pensar en los posibles avatares y peligros por los que podríamos pasar, hizo que arrease a mi caballo, para así poder atravesar ese trecho de maleza y arbustos lo más velozmente posible. El sol se había ocultado hacía ya una hora y aquella espesura no dejaba pasar ni un solo rayo de la luna llena que esa noche brillaba en el firmamento. Sin apenas darnos cuenta, la oscuridad había caído sobre nosotros envolviéndonos en un manto negro y tenebroso. Félix, el criado que me acompañaba, imitando mi gesto, también arreó a su montura, y no creo que fuera precisamente por obedecer mis órdenes, sino más bien porque al recorrer ese intrincado y sombrío camino, el miedo le atenazaba cada músculo de su cuerpo.
No hacían falta palabras para que el muchacho adivinara mis intenciones. Desde aquel día en que acompañaba a su ama Lucía por el decumano principal de Carthago Nova y me vio, siempre preveía mis pretensiones. Era listo y muy dispuesto al trabajo, por todo esto lo había mantenido en nuestra casa, aunque ya era un liberto Félix era como de la familia.
-¡Señor, allí!- me dijo señalando con el dedo en dirección hacia una tenue luz, que procedía de la fogata encendida en una de las torres de aquella villa. Aquel pequeño resplandor en la distancia, nos indicaba el camino a seguir.
La villa de mi amigo Caio Numisius, a lo lejos más bien parecía una fortaleza. En aquella soledad entre el Mar de Palus y el monte próximo, siempre existía la posibilidad de que algunos malhechores rondaran en busca de las riquezas de aquella hacienda, ya que su dueño era propietario de grandes recursos minerales, agrarios y ganaderos. Sus minas muy cerca del Portus Magnus le reportaban pingües beneficios que a su vez invertía en la explotación agraria de todo el terreno que rodeaba la villa, sobre todo en la crianza equina de yeguas y sementales con los que proveía de caballería, no solo a las tropas de Carthago Nova, también a otras legiones del imperio establecidas en diferentes urbes de Hispania. Además en el Circo de Carthago Nova, los aurigas de más fama solo enganchaban a sus carros los célebres caballos de la cuadra de Caio Numisius.
Eran muy cotizados en todo el imperio los caballos hispanos, incluso en las carreras del Circo Máximo en Roma.
Después de recorrer las tres leguas de distancia que desde la ciudad nos separaban de la villa de mi amigo Caio, ya casi habíamos llegado a su casa y a la inmensa finca que la rodeaba. Un esclavo, salió a recibirnos al camino enviado por su amo. Le seguimos hasta la entrada de la vivienda y allí se hizo cargo de nuestras monturas, mientras Numisius nos recibía en el atrio de aquella gran domus.
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