Con tan solo nueve años no podía saber el
significado de muchas de las cosas que oiría y vería en aquel lugar. Pero la
imaginación de su mente infantil la mantenía expectante, como si pudiera
adivinar parte de aquel enigma. El viaje en el pequeño seiscientos no fue
largo, pero nunca terminaba.
-¿Papá que vamos a ver? ¿Es cierto que puede haber
fantasmas?
La
impaciencia por llegar hasta el que fue antiguo monasterio, se adivinaba en su
cara y en sus movimientos nerviosos y continuados, no debidos precisamente a
los baches de la vieja carretera. Poco a poco, mirando por la ventanilla, de
repente pudo adivinar que quedaba poco trecho -¡Ya la veo! ¡Mira la torre, y
tiene un cactus arriba!
Aquel hombre, el guarda de la finca, los recibió
encantado de poder contar cuanto sabía de ese lugar y por su boca comenzaron a
salir palabras y palabras sin ser consciente de que aquella niña recibía toda
la información como una esponja absorbe el agua.
En aquellos años aún se podía ver la imagen de San Ginés
en su hornacina del altar mayor. Todo el retablo que era de decoración floral, estaba
pintado sobre el mismo enlucido de la pared y por su aspecto y la palidez de
sus colores, era tan solo el recuerdo de un pasado espléndido.
-Miren ustedes…, primero les voy a enseñar esta capilla,
aquí a la izquierda, llamada de San Antonio, es de las más importantes de la
iglesia, y este Cristo que aquí ven, dice la leyenda que antiguamente, en
tiempos de la Inquisición, ponían a los
reos delante, para que en apariencia, Dios mismo los juzgara .Si el Cristo movía
un brazo, el acusado sería culpable y por lo tanto condenado.
-Y… ¿Cómo movía el brazo?... – preguntó con la
ingenuidad propia de una niña. El guarda
de la finca que estaba entusiasmado dando todo tipo de detalles, la miró de
reojo. Él, se lo estaba explicando a los mayores y aquella mocosa no paraba de preguntar. Entonces, la chiquilla se quedo
pensando, y manteniéndole la mirada volvió a decir -pero si se morían… ¿habrá fantasmas?- Más
que una pregunta era casi una afirmación.
-Pues fantasmas no se, pero huesos… huesos por todas
partes. Todos salieron a la luz cuando el señor Burguete remodeló este antiguo
convento, pero de eso hace ya bastantes años. Luego se convirtió en lo que es
hoy, una explotación agrícola, ya venida a menos.
Continuaron viendo aquella capilla, en cuyo suelo se
encontraba la lápida intacta del panteón de los Starico, la primera familia que
adquirió el monasterio después de la desamortización. A la izquierda del altar
una pequeña puerta daba acceso a los nichos de los monjes, ya vacíos de
cualquier resto humano.
De vuelta al pasillo central de la iglesia, llamó su
atención la escalera del púlpito en el lado de la epístola. Esta, tenía una
preciosa barandilla de hierro forjado. Allí, imaginó a uno de los frailes dando
su Homilía, en cualquiera de las innumerables misas que durante años anteriores
se celebraron. En la pared, más y más pinturas recordaban a santos y otras
escenas religiosas. De repente... de un salto, subió por los escalones, pero rápidamente
su madre la llamó al orden y tal como subió, en un abrir y cerrar de ojos
estaba otra vez abajo, pero no sin antes echar una mirada hacia la parte superior,
donde se ubicaba el coro, que desde allí se veía perfectamente. Aquellos grandes
sillones, ya envejecidos por el tiempo, aún podían dibujar una escena de canto
gregoriano.
Una vez vista la iglesia con todas sus capillas y
detalles, pasamos a ver la parte del edificio que cotidianamente era de uso
exclusivo de los frailes, cuando este era monasterio.
Una gran sala, con una chimenea y decorada con
preciosos azulejos pintados a mano, con escenas del Quijote, pudo haber sido el
refectorio de la comunidad. Paco, nuestro “Improvisado” guía, y guarda del
lugar, rascándose un poco la barba, así nos lo dijo. -Aquí creo que era donde
comían los frailes.
Un patio a modo de claustro, pero ya con decoración árabe,
muy de moda en los años de la reforma del monasterio y con un pozo en el
centro, despertó su curiosidad, pues de él nacían pequeñas acequias radiales que regaban todas
las plantas del claustro, un gran naranjo, rosales, y algunos otros arbustos que
ascendían por las columnas que sustentaban los arcos del patio. El olor a azahar,
impregnó su olfato, buscando con su naricita de donde venia el olor- ¿son
naranjos? –Si, aquí abundaban por toda la huerta del convento. Eran famosas
“las naranjicas de San Gines”, y en los mercados cercanos eran muy demandadas
por su dulzor y frescor.
Fuera de este edificio, se habían construido además
de viviendas para los guardas, un lagar para la prensa y extracción del mosto de
las estupendas uvas que se recogían de los parrales que abundaban en el huerto,
y que luego se convertiría en el apreciado vino de color dorado que se
comercializaba en toda la zona. Otra vez el olor… esta vez a mosto dulce. El
apetito se desató por obra y gracia de todos los aromas que de ese lugar y de
su huerta se desprendían, como alimento no solo del cuerpo sino del alma. Si,
ese lugar completo, dentro, fuera, arriba, abajo, era un lugar auténticamente
sagrado en toda su extensión. No tenía nada de extraño que muchos eremitas, monjes,
frailes, santos, como queramos llamarles, se hubieran ubicado en esa zona del
campo de Cartagena.
Aquella niña, todavía no sabía que en la antigüedad, familias
romanas habían edificado allí sus “Domus”. Todavía no sabía que unos ermitaños
se ubicaron en su monte Miral; que
alguien, llamado Ginés de Arlés, cuya cabeza según la leyenda llego a ese lugar,
pudo ser el santo venerado. Que asimismo, un Ginés, franco de estirpe real, sorprendido
por una tempestad frente a Cabo de Palos, y naufragando en esta aguas, pudo ser
también el santo eremita. También desconocía que hasta los musulmanes, acudían
a pedir favores al santo famoso por sus milagros. Que un día, un rey sabio
volvería a refundar el monasterio con monjes
foráneos, que mas tarde otros frailes también lo habitarían y harían de él
un lugar rico en cultura, en verdor, en oraciones y milagros. Que el paso de
los siglos nunca podría quitar la importancia a ese lugar tan maravilloso,
fueran como fueran sus paredes, tejados y torre. Ella aún no lo sabía…,
El tiempo ha pasado, pero mi percepción de aquella
visita en mis años de infancia, aún permanece en mi mente, tal cual la expreso,
aunque no con toda la nitidez que me
gustaría, si con toda la capacidad de asombro de que dispongo, porque no es
para menos dado su historia, su realidad y su leyenda.
¡Pero que maravilla! Me ha encantado el repaso histórico que le has dado al Monasterio. Gracias por compartirlo.
ResponderEliminarGracias a ti por leerlo y darme animos
ResponderEliminarMuy bien
ResponderEliminarPrecioso cuento que describe las maravillas del monasterio. Enhorabuena
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